Por: Claudia González, psicóloga.
La infancia no desaparece: se transforma en la voz interior que guía, defiende o sabotea nuestra vida adulta. Solemos creer que los niños pequeños “no comprenden del todo”, que “olvidarán lo que viven”, o que “aún no tienen conciencia plena”. Pero, ¿qué pasa si te digo que lo que la mente olvida, el cuerpo y el alma lo recuerdan siempre?
En la primera infancia se forman las bases de la personalidad, la confianza y la identidad. ¿Te has fijado cómo los niños, en sus primeros años, no paran de hablar, reír y preguntar con una curiosidad inagotable?
A veces, los adultos —absortos en el cansancio o el estrés— los hacemos callar con respuestas automáticas.
Sin embargo, cuando se invalidan emociones, se ridiculiza la sensibilidad o se exige perfección, algo se quiebra silenciosamente.
Poco a poco, dejan de escucharse las risas, las preguntas y los sueños locos.
Y un día, sin darnos cuenta, ese niño que todo lo expresaba se convierte en un adolescente que se encierra y evita hablar de sí mismo.
Aprendió que para ser querido debía callar, adaptarse o rendir más de lo que podía. Así, muchos crecen convencidos de que nunca serán suficientes y llegan a la adolescencia sin propósito, con una mirada apagada.
Porque… ¿para qué soñar, si ya aprendieron que sus sueños no le importan a nadie? Que aquello que imaginaron alguna vez “no era para ellos”, sino para otros más talentosos o merecedores.
Nos encontramos entonces con jóvenes que parecen desinteresados o rebeldes y como sociedad los llamamos “adolescentes difíciles”, sin comprender que lo que vemos no es rebeldía: es dolor acumulado, desesperanza, indefensión.
Luchamos como padres, profesores o tutores intentando corregir la conducta, cuando lo que en realidad necesita reparación es el vínculo emocional quebrado años atrás. Nos esforzamos por motivar desde el castigo o la exigencia, cuando bastaba con haber escuchado las necesidades más simples de los pequeños.
Pero no hace tanto, nosotros fuimos esos niños, y antes que nosotros, lo fueron nuestros padres. De generación en generación se transmitió la idea de que el amor debía ganarse, que sentir era debilidad y que equivocarse era peligroso. Así aprendimos que el mundo era hostil y que defenderse era más seguro que confiar.
Y el círculo continúa. Los niños heridos se transforman en adultos que, por miedo a que sus hijos sufran o fracasen, repiten los mismos patrones: controlan, invalidan, exigen perfección. Intentan evitar el dolor que alguna vez conocieron, sin advertir que lo están perpetuando.
Mirar la infancia —propia y ajena— no es culpar al pasado, sino interrumpir la herencia emocional. Solo cuando reconocemos nuestras propias heridas, podemos educar distinto.
La infancia no es solo una etapa:
es todo lo que somos… y el origen de la sociedad que construimos
