Ya sea que se cuente con mucho o poco, invertir tu dinero en momentos que enriquezcan el espíritu es la mejor transacción que se puede realizar en esta vida terrenal; a fin de cuentas lo material no nos lo llevaremos a la tumba. Hace años con mi novia adoptamos esta máxima como un estilo de vida (obviamente siendo responsables), lo que ha provocado que nuestra relación se haya mantenido estoica y repleta de experiencias inolvidables. Siguiendo esta línea decidimos aprovechar una tentadora oferta que nos permitió comprar pasajes de avión desde Santiago de Chile a Río de Janeiro. Emprendimos el vuelo hacia tierras cariocas el 8 de septiembre, dejando en el olvido -al menos por una semana- cualquier tipo de preocupación relacionada con el cotidiano. Acordamos viajar livianos de equipaje, pero con el corazón cargado de ilusiones y ganas de pasarlo bien.
Luego de aproximadamente 5 horas arribamos al Aeropuerto Internacional RÍOgelao Tom Jobim, uno de los más importantes de América Latina, el cual gestiona alrededor de 400 salidas y llegadas diarias, con un tráfico de 17 millones de pasajeros(a) al año. Lo primero que llamó nuestra atención al bajar de la nave fueron los cielos despejados y los agradables veintitantos grados de temperatura que se hicieron sentir esa mañana en Brasil, panorama muy distinto al que ofrece la zona lacustre de nuestro país en dicha época del año.
Con la emoción de pisar un terreno que nunca habíamos visitado tuvimos que enfrentar el desafío de conseguir transporte que nos dejara en el hostal donde pasaríamos las siguientes 7 noches (arrendado por medio de Airbnb); lo más conveniente fue pagar un Uber. Ese recorrido en auto -que comenzó en el aeropuerto y culminó en sector Copacabana- probablemente ha sido uno de los que más he disfrutado en mi vida, por un momento me sentí como el burro de Shreck entrando al Reino de Muy Muy Lejano; maravillado con los paisajes urbanos de una ciudad histórica que poco a poco comenzó a enamorarme.
Tras dejar nuestros escuetos equipajes en el alojamiento nos adentramos en la imponente Playa de Copacabana, cerca de 4 kilómetros de arena clara y aguas azuladas, el lugar parece sacado de algún spot de bebidas tropicales, es tan mágico como envolvente. Mientras la espuma lava los pies de cientos de turistas y residentes que caminan por la orilla del mar, se puede escuchar música en vivo desde los bares que se ubican en la costanera. También hay comercio ambulante, de hecho mucho comercio ambulante; los vendedores se nos acercaron como hormigas al azúcar para ofrecernos tragos, alimentos, cigarrillos y vestuario, entre muchos otros. En este marco acepté ingenuamente una caipirinha “de regalo” por parte de un comerciante, el problema fue que no se trataba de un obsequio sino de una estrategia comercial algo turbia. Rato después el sujeto quiso cobrarnos 80 reales por aquel brebaje, algo así como 15 mil pesos chilenos, lo que obviamente nos negamos a pagar. Después de algunos alegatos finalmente la transacción se cerró en 30 reales. Así que el segundo desafío que afrontamos con entereza fue aprender a lidiar con los vendedores nómades.
Siempre he dicho que observar los atardeceres en la Playa Grande o La Poza de Pucón es una vivencia maravillosa, pero no puedo negar que la puesta de sol en Río tiene un encanto único; lo comprobamos al mirar cómo el cielo lentamente fue tiñiéndose de una gama infinita de colores rojizos, espectáculos naturales como ese te hacen apreciar el estar vivo y disfrutar del ahora. Antes del anochecer recorrimos de manera breve el sector, una a una las cuadras nos presentaron gran cantidad de locales comerciales, cada cual con su propia identidad y llamativa decoración, sinceramente daban deseos de ingresar a todos. Otra grata sorpresa fue percatarnos del conveniente precio de muchos productos en un supermercado, solo por dar algunos ejemplos puedo mencionar que los 24 huevos cuestan 2.700 pesos chilenos y una bandeja con 4 chuletas de cerdo alrededor de los 1.500 pesos. Esa noche cenamos en una terraza interior del hospedaje, iluminados por la luna y las estrellas.
Al día siguiente iniciamos otra aventura; el objetivo propuesto fue conocer la famosa Escalera de Selarón, un icónico rincón de Río de Janeiro donde se agolpan innumerables personas de distintas latitudes con la intención de subir los peldaños y maravillarse con una obra que no deja a nadie indiferente. Para llegar al lugar tomamos metro y seguimos las indicaciones de un amable ciudadano francés que nos encontramos en la vía pública y que llevaba algunos años viviendo en Río, el “cara de loro” como le apodamos cariñosamente hablaba varios idiomas, incluido el español. Gracias a este nuevo amigo logramos arribar sin mayores complicaciones al popular barrio de Lapa, sitio donde se erige la estructura. La escalera posee 125 metros de largo, un total de 215 escalones y está completamente revestida por piezas de cerámica de distintos colores, donde prevalece el rojo italiano. Dato no menor -que nos llena de orgullo- es que la decoración la llevó a cabo un chileno a inicios de la década del 90, se trata de Jorge Selarón. De ahí el nombre de la obra.
En dicha estructura nos encontramos con gente de diferentes nacionalidades, viajeros aventureros que -al igual que nosotros- esperaban pacientemente su turno en la fila para tomarse una foto. Allí el ambiente es alegre, como en toda la ciudad, pero lo que aún desconocíamos es que la verdadera fiesta brasileña se vive en aquel sector cuando anochece. Por lo mismo decidimos volver horas más tarde, lo que nos encontramos fue un panorama increíble, aunque los detalles de esa velada se los contaré en una próxima oportunidad… ¡Obrigado!